Autorretrato con valija, Venus y palabras aún sin escribir
Este texto es parte de una nueva serie donde exploro lo que me mueve, como viajera, profesional, consultora y observadora del mundo.
Estudié geografía, después políticas públicas. Leí sobre desigualdades, escribí tesis, trabajé con datos que trazaban el mapa de la injusticia social y ambiental en América Latina. Lo vi desde el Estado. Después, desde empresas tech que operan en toda la región. Sabía, o creía saber, cómo funcionaban las estructuras.
Pero todo cambió cuando viví en México. Fue vivir. Estar, día tras día, del lado de los que no miran de afuera. Y fue ahí, en la cotidianidad, donde sentí en la piel lo que antes era número: la desigualdad no es solo lo que separa ingresos, también separa posturas corporales.
Latinoamérica dejó de ser una categoría abstracta y se volvió el sonido exacto de una frase dicha mil veces al día, sin posibilidad de simetría: “como guste, señorita”. Esa escena me marcó más que cualquier teoría. Yo venía de Argentina, donde la desigualdad se enuncia en cifras, pero no siempre se percibe en los gestos. Donde todavía queda algo del legado de una educación pública que forja el carácter incluso cuando hay carencias. Me creía formada en esa conciencia, pero vivir en México me enseñó algo más: que en muchas partes del mundo, nacer del lado incorrecto del mostrador implica agachar la cabeza. Incluso cuando uno está sirviendo café con la mejor sonrisa.
Ahí aprendí algo que sigue latiendo: que hay saberes que solo llegan cuando una los habita. Y en esos momentos, mi cultura, esa suma de lecturas, recorridos, referencias, se volvió defensa. No para cerrarme, sino para sostener la complejidad. Para resistir el empobrecimiento simbólico del discurso. Cuando alguien dice: “todos los políticos son iguales”, o “esto está podrido desde hace años”, ahí aparece mi forma de defender: ofreciendo contexto. Con preguntas que intentan abrir en vez de cancelar.
Pero la cultura no es solo escudo. También es puente.
Me pasa, por ejemplo, cuando alguien me escribe para contarme que vio la película que recomendé. Que se sorprendió con una caminata que propuse. Que pensó diferente después de leer lo que escribí.
Esa correspondencia es uno de los motivos por los que hago el trabajo que hago. No diseño viajes para vender un país. Busco compartir lo que vi, lo que aprendí con otros y gracias a otros. Porque yo también me nutrí así: caminando las ciudades, absorbiendo lo que aún no podía formular.
Si tuviera que armar una biblioteca portátil que diga todo eso sin palabras, llevaría solo cinco cosas:
Una postal de El Nacimiento de Venus, de Botticelli, para recordar que la belleza es una forma de conocimiento.
Una entrada al Teatro Colón, por lo que implica vestirse de emoción y sentarse a escuchar. No hay nada más elegante que el ritual del asombro.
Un pasaje a Italia. Las coordenadas cambian la forma de pensar, e Italia es eso y mucho más.
Un cuaderno con páginas ya escritas y otras todavía en blanco, como testimonio de lo que sé y de lo que me falta.
Y mis flying pants con la carry-on como emblema de elección: fui armando mi vida entre viajes, y mi valija lo sabe.
A veces me pregunto si todo esto no suena pretencioso. Si hablar de cultura sin sonar snob es posible. Pero me consuela algo: sigo preguntándomelo.
Y mientras lo siga haciendo, sé que estoy en movimiento. Como mi valija. Como mi manera de mirar. Como este autorretrato que todavía no está terminado.
Lo que busco es entender más y juzgar menos. ¿No es eso, acaso, el inicio de cualquier cultura verdadera?
Si querés leer más, te invito a suscribirte.
Y vos, ¿qué llevarías en tu biblioteca móvil? Te leo en los comentarios.
Sole
P.S. Si esta forma de ver el mundo y los viajes resuena con vos y te interesa explorar cómo podría traducirse en una experiencia diseñada a tu medida, puedes conocer más sobre mi consultoría escribiéndome.