Suiza sin apuro: trenes, valles y la elegancia de un país que funciona sin alardes
En esta edición dominguera, comparto una bitácora lenta de trenes panorámicos, aldeas alpinas y fortalezas medievales. Más allá de los clichés de relojes y chocolates, Suiza revela su riqueza.
Una nación de transiciones
Con solo saber que hay cuatro idiomas oficiales y que cada cantón es autónomo, uno ya intuye que no existe una sola Suiza. Tampoco hay una única forma de conocerla. En este viaje, elegimos evitar las grandes ciudades y concentrarnos en el sur del país.
Durante dos semanas recorrimos el país en sus famosos trenes: precisos, elegantes, silenciosos. Sumamos tramos en funiculares que suben montañas, trenes a cremalleras y barcos que trazan rutas entre orillas milenarias. Descubrimos que Suiza se entiende por sus transiciones: de un cantón a otro, de una lengua a otra, de la nieve a las flores, del silencio a las ferias callejeras con música en vivo. Comprender Suiza es aceptar el cambio como norma, y el contraste como identidad.
Del Ticino a la línea de los glaciares
El recorrido comenzó cerca del Lago di Como, en el límite entre el cantón de Ticino y el sur de los Grisones (Graubünden), donde abordamos el Bernina Express rumbo a St. Moritz.
El tren asciende desde el Val Poschiavo, una región verde y mediterránea que, aunque completamente suiza, habla italiano y vive a su propio ritmo. Sus terrazas agrícolas y su paisaje suave contrastan con el mundo glacial al que se accede con la altura.
El paso por Ospizio Bernina (2.253 m) no es solo el punto más alto del recorrido, sino también un umbral geográfico. A su lado, el Lago Bianco —de un blanco lechoso por los minerales del glaciar Palü— se contrapone al más opaco Lago Nero, como si el agua también hablara en tonos distintos. La diferencia cromática expresa bifurcación: las aguas del Bianco fluyen hacia el Adriático, mientras que las del Nero desembocan en el Danubio y el mar Negro. En ese punto, incluso el idioma cambia: dejamos atrás la lengua italiana y entramos en la zona de habla romanche de los Grisones.
St. Moritz y el lujo sin pertenencia
En contraste con Italia, St. Moritz nos pareció una ciudad algo desangelada. Tal vez por la distancia que impone el lujo extremo; tal vez por el final de la temporada de nieve. Cuando la pertenencia se mide en consumo, el lugar pierde espesor.
Disfrutamos, en cambio, de la imagen del hielo del lago cediendo bajo el sol primaveral, y de caminar alrededor del mismo para ver las montañas desde todos sus ángulos. Fue una pausa táctica: lo justo para observar sin dejarnos absorber.
El Glacier Express y la historia en movimiento
A la mañana siguiente abordamos el Glacier Express, el tren más icónico de Suiza. Durante ocho horas no solo cruzamos el país: fue más que un trayecto, fue un despliegue.
Desde el Cañón del Rin, con su vacío geométrico, hasta el Oberalpass, una meseta nevada donde solo se escucha el viento. En Disentis, el monasterio más antiguo del cantón nos enseñó que la palabra münster —que habíamos escuchado tantas veces en la Selva Negra— viene del latín monasterium: antes de la Confederación hubo vida, frescos y arquitectura de cúpulas cebolla.
En Trun se firmó en el siglo XIV la paz que daría origen a la Suiza unificada. En Andermatt, donde confluyen trenes, rutas y túneles, aparece el paso de Saint Gotthard, columna vertebral del país.
Por cada ventana del tren aprendíamos algo: un plato típico (capuns), un túnel de 17 kilómetros, un dato energético (60 % de la electricidad suiza proviene del agua, y las centrales nucleares cerrarán en 2025). Cada dato no era solo información: era parte de la forma en que Suiza se deja conocer. Todo tenía peso. Todo tenía forma.
Zermatt: el pueblo alpino por excelencia
Llegar a Zermatt fue ingresar en otra dimensión. El Matterhorn, omnipresente, parecía custodiar no sólo la frontera con Italia, sino también a los esquiadores que aún disfrutaban de una temporada prolongada. La nieve, tardía, había acumulado más de cinco metros convertidos en un manto que aún bajaba por las laderas.
Caminamos entre antiguas casas de madera oscura con bases de piedra, no solo en Zmutt, sino también en pleno centro del pueblo, donde lo ancestral convive con la sofisticación técnica del presente.
En las caminatas hacia Furi atravesamos dos aldeas donde aprendimos que estas construcciones del siglo XV —antiguos refugios de montaña de pastores y campesinos— estaban elevadas sobre pilares con piedras redondeadas, diseñadas para impedir el paso de roedores. Sus paredes de alerce, ennegrecidas por el tiempo, se mantienen firmes; sus techos de piedra laja protegen la estructura durante siglos.
Visitamos un pequeño museo sobre cultivos en altura y aprendimos sobre el centeno, la transhumancia y la vida dura de quienes habitaban estas pendientes mucho antes del turismo. Suiza no siempre fue rica: fue, primero, resistente.
El sistema de transporte hacia las cumbres son hazañas de ingeniería que operan con una elegancia casi invisible. El moderno y silencioso Matterhorn Glacier Paradise, al que se accede en teleférico, nos llevó a 3.883 metros sobre el nivel del mar: el punto más alto de Europa accesible sin caminar. Desde allí, con algunos grados bajo cero, contemplamos más de 30 picos de 4.000 metros y 14 glaciares que se despliegan entre Suiza, Italia y Francia.
En contraste, el antiguo tren de cremallera al Gornergrat nos llevó a 3.089 metros. La vista revela nuevas cumbres y otras caras del Matterhorn. Planeábamos quedarnos dos horas, pero pasamos el día entero. No solo por la imponente presencia del Matterhorn, sino por los otros picos que se abren desde allí como en un anfiteatro glacial.
La nieve acumulada no permitió hacer los senderos previstos, pero reveló otra forma de mirar la montaña: el silencio del glaciar Gorner, extendido como una lengua que cruje y se escucha mientras baja de la montaña, imponía pausa. Hicimos picnic en un banco entre hielos, mientras unas aves montañesas —corvos alpinos— intentaban robarnos el almuerzo. Escuchamos el viento filtrarse entre los picos, en un silencio que no era ausencia de sonido, sino presencia total del entorno.
Visitamos también el cementerio de los montañistas, donde las fechas de las primeras expediciones hablaban de riesgo, técnica y voluntad. Aprendimos algo fascinante: mientras del lado suizo hay vida permanente, del lado italiano no hay asentamientos, aunque sí una red compleja de pistas, refugios y restaurantes de altura. Esa montaña “vacía” está, en realidad, intensamente habitada por el deporte.
Compartimos una sopa local con esquiadores que llegaban desde el otro lado. La “sopa de la abuela”, como se anunciaba en alemán, era más que alimento: era un punto de encuentro, un gesto compartido en un territorio que se recorre con botas o con esquíes.
Vaud y la riviera suiza
Desde allí, cerramos valijas para cruzar al cantón de Vaud. Fue más que un cambio de idioma. Todo se volvió más suave: las terrazas de Lavaux, los senderos bordeados de flores silvestres —y otras meticulosamente plantadas—, las barcas ancladas frente a pueblos con impronta art nouveau.
En Les Avants buscamos narcisos; en Clarens descendimos a pie entre tilos; y en el lago Léman navegamos en un barco Belle Époque, propulsado por su maquinaria original a aceite, como un museo navegante. Las copas de vino local servidas sobre reposeras en la cubierta superior volvieron el viaje inolvidable.
Montreux nos sorprendió con su despliegue floral. Tulipanes de todas las formas y colores, dispuestos con una estética casi curatorial, daban al paseo costero la sensación de un jardín en movimiento. Salir a correr temprano fue revelador: vi cómo cambiaban bulbos, cómo surgían nuevos aromas desde las plantas aromáticas, cómo la primavera se organizaba con método y afecto.
Más arriba, en las laderas, vimos lo que la nieve tardía había ocultado en Zermatt: la transhumancia. Ovejas y vacas con sus campanas, ascendiendo hacia pasturas frescas, marcaban la temporada con una precisión ancestral.
Lavaux fue, quizás, el resumen perfecto del contraste suizo: un viñedo cultivado desde hace siglos donde el 98 % del vino se consume dentro del país. Una joya local que prospera gracias a tres soles: el del cielo, el reflejo del lago y el calor que las piedras de sus terrazas conservan al atardecer.
Todo parece fruto de una lógica secreta: la del cuidado.
Fronteras, fortalezas y el arte del paso
Antes de convertirse en un destino turístico, Suiza fue un paso, una geografía por donde se transitó, pero también se combatió. Visitamos castillos como el de Chillon, a orillas del lago Léman, y los de Bellinzona, cuya tríada fortificada —Castelgrande, Montebello y Sasso Corbaro— habla de un tiempo en que las fronteras no eran una línea abstracta, sino puntos de observación, cobro y resguardo.
En Bellinzona, la disposición estratégica de estas fortalezas responde a una lógica de vigilancia que se remonta a tiempos romanos, pero que fue perfeccionada por los Duques de Milán —en particular la casa de los Visconti y luego los Sforza— en el siglo XV.
Más al oeste, el castillo de Chillon controlaba el tráfico por el estrecho camino que bordeaba los acantilados entre el cantón de Vaud y el Valais. No es casual que allí mismo se encuentre el paso de Saint-Maurice, uno de los accesos históricos al alto valle del Ródano.
Estas fortalezas nos recuerdan que los Alpes no son solo una barrera natural, sino una red de corredores estratégicos. Suiza es una tierra de pasos: Gotthard, Bernina, Simplon, Oberalp. Lugares por los que transitaron personas, ejércitos y mercancías —a veces lentamente, otras de forma sigilosa, otras con espíritu guerrero.
Hoy, donde hubo aduanas, hay andenes. Donde hubo control, hay cruce. Esos pasos ahora conectan
Lugano y Locarno: el sur también existe
De regreso en la Suiza italiana, Lugano nos recordó que el sur también existe. Caminamos por su avenida principal, entre tiendas elegantes y fachadas señoriales, hasta llegar al Parco Ciani, donde los bancos miran al agua con serenidad. Alquilamos un bote y navegamos más allá del límite con Italia: una frontera no señalizada, pero visible en el tono de las casas, en la forma de las colinas, en la música de fondo.
Terminamos en Locarno, entre la feria de food trucks en la Piazza Grande y la solemnidad del Santuario della Madonna del Sasso. Edificado luego de que en 1480 el fraile Bartolomeo Piatti creyó ver a la Virgen desde el peñasco —el sasso—. La ciudad creció debajo, y hoy, mientras arriba se celebra misa en un templo barroco, abajo todo vibra con aroma a cocina callejera. Esa simultaneidad —entre lo elevado y lo terrenal, lo suizo y lo italiano, lo preciso y lo vivido— fue, quizás, la mejor síntesis del viaje.
Valle Verzasca: una Suiza sin vitrinas
Cerramos la travesía visitando el Valle Verzasca, articulado en torno al río esmeralda que le da nombre. Sus pueblos de piedra están atravesados por el Ponte dei Salti, un puente medieval de dos arcos en Lavertezzo que parece sacado de un cuento.
En la caminata hacia la cascada de Sonogno nos cruzamos con esculturas talladas en troncos: parte de un sendero artístico que vincula naturaleza, cultura y arte contemporáneo con un respeto profundo por el entorno alpino. Una despedida más real. Más rural. Una Suiza sin vitrinas.
Recorrer Suiza no es seguir una línea recta. Es aceptar que los países también se narran por capas: por sus trenes, sí, pero también por sus valles; por su infraestructura impecable. Desde un autobús puntual hasta un funicular que parece flotar entre picos, pero también por el modo en que todo se integra al ritmo del paisaje.
Suiza no se impone: funciona con precisión, pero se siente con asombro.
Gracias por estar del otro lado.
Si esta lectura te dio ganas de viajar sin apuro —o de mirar distinto el mundo que ya conocés—, compartila con alguien que también sepa disfrutar el ritmo lento, los buenos trenes y las historias que se cuentan por capas.
Mis itinerarios están pensados para eso: para que sientas, te asombres, aprendas, y vuelvas con recuerdos que no se compran.
Si estás soñando tu próximo viaje, escribime.
🗨️ Y si algo de este recorrido te tocó, te sorprendió o te hizo pensar distinto, contámelo abajo en los comentarios. Tus mensajes privados siempre me emocionan, pero los comentarios hacen crecer esta comunidad.
📬 ¿Todavía no te suscribiste?
Recibí cada nueva columna, directo en tu correo.
Hasta la próxima travesía,
Sole
Sole, tu excelente y cálido relato me permitió vivenciar ese viaje casi como si hubiera estado en esos lugares. Te felicito, cada relato de viaje tuyo se transforma en una experiencia inolvidable. Ganas de estar allí. Beso